Epicteto, el filósofo estoico que tantas veces reflexionó sobre el control y la libertad, solía decir que no es lo que nos sucede lo que causa sufrimiento, sino cómo lo interpretamos. En sus enseñanzas, recordaba que el mundo exterior se comporta indiferente a nuestras quejas: es nuestro propio juicio sobre los hechos lo que nos hiere. En Vigo, este precepto tiene un eco inesperado cuando llega la temporada navideña, y con ella, el fulgor de millones de luces y una riada de turistas que trae consigo un nuevo ritmo a la ciudad, uno que muchos vigueses sienten ajeno, invasivo. Las luces brillan y embellecen las noches de invierno, pero también llenan las calles de tráfico, empujan a los locales a ceder su espacio y transforman la ciudad en un escaparate inabarcable.
Para algunos, este alumbrado de Vigo, que cada año se enciende con más intensidad, es un espectáculo único, un motivo de orgullo, incluso. Es difícil negar el atractivo que genera: miles de personas de diferentes puntos del país se desplazan hasta esta ciudad gallega, ávidas de experiencias, selfies y cenas en los restaurantes abarrotados del casco urbano. Vigo, a través de su ritual de luces, se ha convertido en una suerte de peregrinaje invernal, una fuente de alegría para turistas, mientras que, para no pocos vigueses, significa una temporada de incomodidad, una vida cotidiana torpedeada por colas y vehículos bloqueados en su intento de moverse por sus propias calles.
La paradoja es evidente. ¿A quién sirven realmente las luces de Vigo? Para el sector hostelero y comercial, el impacto es innegablemente positivo. Los bares, restaurantes y tiendas ven un repunte de clientes que de otro modo difícilmente se daría en un diciembre que, sin las luces, sería como cualquier otro: frío y tranquilo. Los ingresos que genera esta avalancha de turistas representan un respiro económico en tiempos de inflación y crisis. Cualquiera que mire desde la óptica pragmática podría decir que el sacrificio de los locales es una necesidad en el engranaje de una economía que depende en gran medida del turismo. Es el viejo dilema de la rentabilidad frente al sacrificio: si queremos una ciudad viva económicamente, algunos dirán que no queda más remedio que soportar el espectáculo y sus desbordes.
Sin embargo, no todos los ciudadanos están dispuestos a asumir esta «necesidad» de brazos cruzados. De hecho, en respuesta al crecimiento del turismo navideño, ha surgido una plataforma ciudadana en contra de esta masificación que pide medidas para limitar la invasión de visitantes. Se alzan voces argumentando que el corazón de la ciudad no puede soportar la presión de tantos curiosos sin perder su identidad. La plataforma aboga por un modelo de turismo que no distorsione la cotidianidad de los vigueses, reclamando, en suma, una Vigo más sosegada. Este movimiento, aunque minoritario, alude al daño ambiental y social que la sobreexplotación turística deja como marca, y en particular a cómo puede transformar a una ciudad para siempre, haciendo que se vuelva irreconocible para los que realmente viven en ella.
Y así, Vigo se encuentra en una encrucijada. Por un lado, está la promesa de una economía robusta gracias al aluvión de turistas. Por otro, el derecho de los residentes a preservar la esencia y funcionalidad de su ciudad. La postura estoica nos dice que en un contexto así, donde el ciudadano medio tiene poco poder para cambiar las cosas, solo queda ajustar la propia percepción de los hechos. ¿Qué es entonces lo más inteligente? ¿Renunciar a la paz de diciembre en favor de una ciudad más próspera, o resistir y arriesgarse a ir contra un ciclo que, como las mareas, parece inevitable?
Epicteto nos diría que, ante la inmensidad de estos eventos externos, lo que importa no es tanto la presencia de las luces ni los turistas, sino nuestra capacidad para vivir, pese a ellos, con un espíritu invulnerable. Tal vez la única opción es encontrar una reconciliación: aceptar que las luces de Vigo son, al mismo tiempo, un símbolo de esperanza económica y una molestia para quienes intentan vivir en la ciudad que las alberga. Al final, el brillo de las luces es como el cambio mismo: incontrolable y, a ratos, inclemente. Vigo, como cada uno de sus habitantes, tendrá que adaptarse o resistir en un estoico pulso contra una modernidad que, para bien o para mal, se ilumina con luces que atraen al mundo, pero ciegan a sus ciudadanos.