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El lago estancado

En un intranscendente y escondido lago de agua estancada vivían dos cisnes que con gracia, unión y trabajo arduo, habían construido una vida familiar serena a su alrededor. Todo en torno a ellos era —no sin esfuerzo— próspero: juncos altos que les brindaban cobijo, peces abundantes para alimentarse, y un entorno donde el peligro casi nunca asomaba. Pero solo en los cuentos todo es perfecto de inicio a fin; una de los cisnes, al que llamaban Dara, de carácter inquieta, comenzó a sentir que el lago se le hacía pequeño; cada día le parecía igual al anterior, y esa monotonía creía que le robaba el brillo que su vida necesitaba; que no le dejaba llegar a ser todo lo que podía ser; a abrir sus alas por completo.

Una mañana, Dara se acercó a su pareja Brisa, y le dijo:

—Necesito volar lejos. No porque no sea feliz contigo, sino porque siento que algo dentro de mí está incompleto. Este lago… me ahoga.

Brisa, con la mirada agachada, respondió:

—Pero Dara, para mí, este lugar no es el problema, porque tú estás aquí. Este lago aunque pequeño, siempre será infinito si estás a mi lado.

—Lo sé, Brisa —respondió Dara, con una mezcla de tristeza y esperanza—. Pero… hay algo que no puedo explicar. Algo que tengo que descubrir, aunque… no sé exactamente el qué.

Brisa, aunque dolido, inclinó su cuello con energía y estoicidad: sabía que retenerla sería como retener el viento y que el único resultado que podría obtener sería el rechazo que no deseaba.

—Ve, si eso necesitas, ve si así te complaces. No soy quien para mandar en ti y menos aún para hacerte cambiar de idea. Yo esperaré aquí, en el lago, que siempre será nuestro hogar; tú hogar.

Dara levantó el vuelo que nunca antes se había atrevido a levantar. Visitó ríos caudalosos, mares infinitos y estanques bulliciosos llenos de otras aves. Probó la emoción de lo nuevo, la euforia de lo desconocido, el placer de no tener a quién detallar. Estaba deslumbrada por la inmensidad de lo que le quedaba por conocer y feliz por haber emprendido el camino, por añadir nuevas experiencias a su vida, lo que siempre había soñado. Sin embargo, pronto estas emociones empezaron a hacerse extrañas. En los ríos, notaba corrientes incontrolables; que no había un lugar seguro donde descansar. Los estanques bulliciosos, llenos de aves desconocidas, se volvían fríos, desprovistos de calidez. En los mares, el infinito determinismo del horizonte vacío, se tornó opresivo; aquella vastedad que al principio la emocionaba, ahora le hacía sentir perdida y sola. Se dio cuenta al fin de una realidad que antes le resultaba imposible de entender: el infinito que anhelaba y que había encontrado en el mar le hacía perderse; aquel límite que le parecía limitante en su momento, en realidad le daba una orientación, una guía, y ahora, el horizonte desprovisto de señales y sin la compañía que había dejado atrás, la desorientaba.

Los días cayeron acumulándose en semanas y con ellas, el recuerdo de su pareja, que al principio había sido desplazado de su pensamiento con la fuerza con la que irrumpe lo nuevo; comprendió al fin de mucho pensar, que el problema no era el lago, no era Brisa, no era su familia, sino su propia mirada de todos ellos, su perspectiva, al fin. Había estado buscando fuera lo que siempre había tenido en casa: paz, amor y el bien último, la eudaimonía.

Llena de esperanza, Dara regresó al lago, con el espíritu renovado, con la lección que ella creía aprehendida, y los ojos abiertos al valor finalmente asimilado: su hogar. Pero al llegar notó el paisaje cambiado y por más que buscó, no encontró a Brisa. Otros cisnes, diferentes nadaban en el lago, y los juncos que antes le daban sombra ahora crecían salvajes y descuidados. Le preguntó a una garza vieja que pescaba en la orilla:

—¿Dónde está Brisa?

La garza, con un suspiro, respondió:

—¿Dara, eres tú?, al fin te conozco. Acompañé a Brisa al principio de su soledad. Él te esperó durante mucho tiempo, pero al ver que no regresabas, su corazón quebrado decidió buscar otras aguas donde su dolor no fuera tan pesado que lo pusiera en riesgo de hundirlo.

—¡Pero, ¿cómo dices eso? si yo era la persona dolida! ¿Por qué no me buscó? ¿Por qué me dejó marchar sin más?

—Creo que él tampoco lo entenderá nunca —respondió cabizbaja la garza.

El pecho de Dara se llenó de arcadas de tristeza insoportable. Había regresado, sí; ella había vuelto, tarde; al fin. Comprendió entonces que el vuelo hacia lo desconocido no solo había puesto en riesgo su felicidad, sino que había lacerado al fin, a quien más amaba.

Moraleja:

El hogar es un refugio —no sólo material— que siempre debemos cuidar. A veces, en la búsqueda de placer fugaz, podemos perder aquello que nos da verdadera felicidad. Nunca te alejes mucho tiempo de quien amas en un momento de calma, porque cuando decidas volver, podrías encontrar reverberancias de un pasado que nunca volverá, y es que ni siquiera el más omnipotente Dios posee la potestad de alterar lo que ya ha sido.

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